Hay que saber disfrutar de los pequeños horrores cotidianos. Tomarse el café de ayer recalentado, descubrir el círculo de pis en el pantalón a la salida del urinario público, oler la verdura podrida cuando abro el frigorífico, el atasco del desagüe un domingo por la tarde cuando decido lavar los platos acumulados de la semana.
Hay que saber disfrutar de esos momentos íntimos, pues es cuando descubres, con placer, que el universo ni tan solo conspira para joderte: en vez de eso, solo te ignora con un mohín de desprecio, de indiferencia.
Hace mucho tiempo, un príncipe decidió vestirse de mendigo para gozar de los horrores pequeños, que siempre le habían sido vetados. El príncipe travestido, con harapos y mugre, salió a pasear por las calles de su pequeño principado. Casi nadie le miraba, y los pocos que lo hacían le aborrecían con gestos de disgusto y ninguna compasión. Se sintió hombre, por fin, quien siempre se había sentido espíritu de la nación. Vivo en un país despreciable, se dijo, puesto que mis súbditos y, por lo tanto, mi país, son algo nefasto.
No sabía el príncipe que el más pobre de sus criados encontró sus ropajes principescos abandonados al pie de la alcoba, se los calzó y salió a la calle para saber cómo debe ser el paseo de un noble: las mocitas le sonreían y se humedecían los labios, las personas de más edad le reverenciaban o se genuflexionaban. Comió y bebió gratis, se marchó del burdel sin pagar y con agradecimientos, le regalaron una cabra, dos quesos, un libro ilustrado sobre plantas medicinales y un smartphone de ultimísima generación. Y todo fue bien hasta que, en la esquina de la avenida General Rodrigo Mendizábal con el Paseo de Corregidor Acuña Huertas, se dio de bruces con un mendigo que, tan bien supone el lector, no era otro que su señor el príncipe.
Los dos se enzarzaron en una discusión que terminó en pelea, y en la pelea salieron a relucir un cuchillo y una navaja toledana, cuyos brillos se cruzaron hasta que uno de los filos dio en el iris del contrincante y entró en él hasta la empuñadura, y la ruidosa maravilla del público que se agolpó ante tan rutilante escena atrajo la atención de la policía, que se llevó preso al mendigo que había cometido magnicidio. Le condenaron a muerte al que no era nadie, y le ajusticiaron en un cadalso de madera de boj construido para la ocasión, y el hacha fue de acero de Chicago, encargada para el evento, vía Amazon. Ni tan siquiera en esas circunstancias el príncipe consiguió ser invisible, ya que le otorgaron todas las atenciones posibles la prensa y los jueces, los psiquiatras, su mujer y sus amantes. Uno de los reproches más unánimes de la opinión pública fue, justamente, esa: ¿quién le dio permiso para no ser nadie al príncipe que tantos dineros nos costó convertir en alguien? ¿Acaso disfrazarse de mendigo era un mandato del pueblo soberano?
El cuento del príncipe y el mendigo termina aquí, cuando el populacho contempló el cuello cercenado de su monarca travestido y se dio cuenta de que ese círculo sanguinolento se parecía mucho a un embutido muy popular, llamado “cabeza de jabalí”. No había nada majestuoso en el cuello cortado: era vulgar y aburrido, dijo la voz popular.
Me recaliento el café de ayer, que sabe a rayos y por eso le gusta a mi paladar proletario, avezado a las cosas de los nadie. Saboreo ese líquido horrendo y me pertrecho para salir hacia un trabajo mal valorado socialmente. Sé que llevo una pequeña circunferencia de orín al lado de la bragueta, pero nadie la ve. Ando hacia el coche y las vecinas me ven, pero no me ven, ni tienen ni idea de lo que escribo y me imaginan analfabeto, cateto, ignorante. Solo saben que soy un botifler. Soy feliz.
No te acomplejes, de los sesenta para arriba la mancha de orín en los pantalones es bastante habitual, pero el café recalentado no los soporto. Me encanta el aroma del café recién hecho.
ResponEliminaY para los atascos de fregadero, en las ferreterías competentes venden un articulo que consiste en un muelle de unos dos meros de largo, con un extremo en forma de sacacorchos, y el otro en forma de manivela, que es manos de santo para limpiar tuberías sinuosas llenas de curvas.
En casa se ha convertido en algo imprescindible, y es bastante mas eficaz que los desatascadores químicos.
Saludos.
Tranquilo, tranquilo....como nos dice Rodericus...recuerda que Dios protege la ignorancia, cuanto más ignorante se es, más feliz se vive...y yo disfruto de la vida.
ResponEliminaSalut
¡Ah, la épica del antihéroe! Si Charles Bukowski resucitara podría darte unos consejos. Su Chinaski era menos... (me contengo a la hora de enhebrar un adjetivo).
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