Unos pocos años atrás, un periódico de Barcelona presentó un publireportaje de tema educativo que tituló "Milagro en Hospitalet". Hablo de publireportaje porque tras ver algunos extremos, no estoy muy seguro de que los datos que se contaban estuviesen lo bastante contrastados: sospecho que hay una tentación literaria, de la literatura de ficción. En cualquier caso, se planteaba el resultado magnífico del alumnado en las pruebas de competencias básicas que se deben pasar en el sexto curso de primaria, al final de la etapa. Y luego se contaba: se trata de un alumnado procedente de decenas de nacionalidades, de extracción social muy baja, en un barrio muy pobre, de gran vulnerabilidad. Si uno se cree los números que se expusieron, la tentación del milagro es comprensible.
Después del reportaje del periódico vinieron un par de años durante los cuales se habló mucho del modelo de escuela denominado "comunidad de aprendizaje", vagamente inspirado en las ideas de Paulo Freire y en las escuelas que nacieron en las aldeas brasileñas. El modelo no ha triunfado en Europa, aunque hay centros públicos y privados que, en mayor o menor medida, aplican las metodologías propias de esta pedagogía. A día de hoy, mi impresión personal es que los datos sobre resultados que presentan estas escuelas me producen muchas dudas y de que, en general, hay algo opaco o incluso sectario en ellas.
No creo que debamos aspirar al milagro cuando afrontamos los problemas y los déficits de la escuela pública. Ni que debamos recurrir a experimentos que, vestidos de ciencia, huelen más bien a cientifismo y a devoción por los resultados: el resultadismo es una religión que favorece la falsificación de los datos con su propia existencia.
Cuento todo eso ya que hace un par de días visité una escuela suburbial que, sin llenarse la boca de ciencia, sin ofrecer resultados milagrosos y sin protagonizar publireportajes (aunque podría), lleva una labor que me parece más interesante, más humana y más humanista. La calle que pueden ver en la foto de la cabecera está en las inmediaciones del centro y con eso está todo contado. Se trata de una de esas calles en las que los arquitectos no han puesto jamás su divino pie ni sabrían por donde empezar: mucho mejor construir chalés inspirados en la Bauhaus y en bellos rincones de la costa salvaje.
Hace apenas diez años, esta escuela vivía (languidecía) anclada en una vía muerta del tiempo, y cuando la vi entonces uno echaba de menos el crucifijo custodiado por la foto de José Antonio y la del Caudillo, ya que todo lo demás nos remitía a los años cuarenta, a su sordidez, su tiniebla y su desamparo. Las escuelas de los barrios pobres habían quedado arrinconadas en la nada y el olvido flagrante y vergonzoso, aún habiendo transcurrido tres décadas de democracia y estado de las autonomías.
Hoy las aulas están llenas de luz y desaparecieron para siempre los pupitres verdes en donde se sometía a la pena de seis horas diarias de agachar la cabeza a los niños y las niñas de ese barrio en el que Dios no se fijó jamás. Los resultados nos interesan poco, me cuentan. Quizás eso habría que hablarlo más, pero que esos niños y esas niñas tengan unas horas al día de aulas espaciosas, alegres, coloridas y agradables no es nada malo, supongo que en eso estamos de acuerdo. Que en nombre de los resultados no nos sometan a la vieja tiranía, de nuevo. El debate es largo, profundo y puede dar vértigo. A pesar de mis dudas, que alguien se atreva a decir que no le interesan tanto los resultados como el bienestar de las personas me llena de paz y de alegría, de una alegría sencilla pero profunda.
"¿Y como habéis conseguido esa transformación tan grande?" pregunta uno de los que vienen conmigo a visitar la escuela. "Nos lo hemos creído", le responden. No se trata de una creencia en milagros, nada más lejos que el milagro aquí, en donde ni los arquitectos ni Dios se pararon un solo instante.
A día de hoy, escuelas de niños ricos invierten millones en parecerse a esta escuela de pobres adonde he visto entrar a niños sin zapatos y con el estómago tan vacío como la negrura del cosmos. Para uno, de talante pesimista como yo en el devenir de la historia de la humanidad, esta escuela es un oasis a partir del cual se puede pensar. Quizás algunas cosas las hacemos bien. A pesar de todo y contra casi todo. En esa España que se debate sin cesar entre la nostalgia de la tiniebla y la esperanza de la luz. Venimos del horror pero tendemos al bien, me murmuro al oído, luego, ya solo, por el camino de vuelta.
Mis felicitaciones, y si, quizá algunas cosas se hacen bien.
ResponEliminaNo sabes como me alegra. Salut