11 de des. 2019
Nunca tantos escribieron para tan pocos
Nunca tantos escribieron para tan pocos. Esta es la frase más celebrada de las frases promocionales para el primer libro (en papel) de La Charca Literaria, un proyecto impulsado por Pere Montaner, alma mater del asunto, una selección de textos que venimos de presentar. La frase fue compuesta por Ceferino Galán, maestro de frases para guardarse como oro en paño. Galán se refiere al libro en concreto, a este libro. Aunque creo que su frase sería aplicable a la situación de la escritura en España. Y, por lo tanto, a la situación de la lectura. En Cataluña, valga la apostilla, sucede lo mismo pero peor, como todo lo demás.
El tema me lleva a pensar en viejas preguntas, como la demasiado repetida ¿Para qué escribimos? ¿Por qué?.A veces nos decimos: ¿Será solo la vanidad? ¿El aburrimiento? ¿Un aburrimiento vanidoso? ¿Será la escritura una pulsión incontrolable, como la que anima al asesino en serie o al ludópata? ¿No es, acaso, mucho más placentero leer que escribir? ¿Qué oscuro secreto nos impele a practicar actividades dolorosas?
Pensando en eso, y mientras hojeo la Vida Subacuática de La Charca, me acuerdo de que cuando tenía 13 años empecé a escribir un cuento. Todavía no lo he terminado, 40 años más tarde. Es un cuento breve, para más señas, no tendrá más de 10 o 12 páginas, porque no necesita más. (La anécdota se la cedo a Enrique Vila-Matas, quien sin duda sabría sacarle punta). El cuento trata de un hombre que anda por la calle camino de la ferretería del barrio, donde pretende comprar una bombilla (se le fundió la de la mesilla de noche). Pero el pie se le queda trabado, en un descuido, en un imbornal, y nadie puede sacarle de ahí. Los vecinos empiezan por llevarle víveres para que no muera de inanición. Luego le llevan distracciones (libros, periódicos, pasatiempos), a veces flores. Aparece en la prensa. Se hace popular. De modo que, con el tiempo, le construyen paredes y techo para resguardarle de la intemperie, y así es como levantan un edificio que va tomando la apariencia de un templo. El desdichado adquiere fama de milagrero y se convierte en un Dios, con sus exégetas, sus mártires, sus sacerdotes, sus beatas, sus cardenales y su Libro Sagrado. Llevo más de 40 años con el cuento y no doy con un final. A veces lo matizo, otras lo reescribo de cabo a rabo, a veces solo lo corrijo, a veces lo odio y lo olvido si puedo. Pero, en resumen, llevo 40 años escribiendo un cuento breve. Si sigo con ello es porque se que eso es lo mejor que habré escrito jamás, quizás lo único que habré escrito nunca, el único texto que podría justificar una vida gris.
Hace algunos años, cuando ejercía de maestro rural, un buen día llegó una niña nueva a la escuela. Era una niña menuda, pálida, extraordinariamente rubia, de ojos grises. Acababa de llegar de Rusia, de algún rincón de la Rusia profunda. Su madre acudió a la entrevista y me contó: se había casado, algunos meses atrás, con un ganadero catalán de las tierras altas, un hombre al que vi una vez: de verbo parco, de gesto adusto, de mirada torva. Quizás buena persona. Se conocieron por internet, sobra decirlo. Enseguida vi que el ganadero se había comprado a una mujer rusa, rusa y pobre. Ella lo dejó todo para instalarse en una masía de las afueras, en un lugar pedregoso y aislado, de una región desconocida llamada Cataluña. Cuando la mujer leyó "España" en los mensajes del ganadero catalán, quizás pensó en la costa de Cádiz, en Barcelona, en Madrid, en Sevilla. Pero fue un pueblo de 1.800 habitantes en el prepirineo leridano. Una vez allí, y en cuanto se convenció a sí misma de que su marido catalán y ganadero era capaz de aceptar a la hija que dejó en Rusia al cargo de la abuela, mandó que le llevaran a la niña. Nadia. Nueve años.
Me pasaba las clases mirando los ojos de Nadia. Unos ojos abiertos de par en par que ni tan solo pestañeaban. Unos ojos grises y glaciales, y a la vez inundados por un pasmo cósmico, por un horror jamás descrito en la literatura. Era tímida, retraída. Nadia no comprendía nada. No estoy hablando de comprender el catalán o del castellano: estoy hablando de que Nadia no comprendía su destino atroz, un destino propio de la antigüedad clásica, griego. Hasta fin de curso, que es cuando le perdí la pista, jamás pronunció una sola palabra. Yo intenté establecer algún tipo de vínculo con Nadia. Le dejé libros ilustrados, material didáctico básico, le facilitaba papel, ceras, rotuladores que sustraía del almacén escolar o los compraba en la tienducha del pueblo. Ella sonreía con reserva. Con temor. Un día, hacia finales de curso, encontré unas hojas con garabatos en su pupitre. Nadia escribía algo en cirílico. Sin conocer ese alfabeto, me di cuenta de que aquello solo eran balbuceos escritos, palabras aisladas como pececillos desorientados en un mar helado. Bueno, me dije, Nadia escribe. No habla, no se comunica, solo contempla, pasmada y atónita, ese giro incomprensible que el destino le tenía preparado. Des de una aldea remotísima de la Rusia profunda hasta un pueblo de vacas y tractores en la Cataluña profunda. Pero, a veces, Nadia escribe. ¿Para qué escribe Nadia? ¿Por qué escribe?. Nadia no escribe para nadie, ni para ella misma.
Quizás uno de los artículos más interesantes que he leído en este blog.
ResponEliminaSalut.
Precioso escrito, resto a la espera del cuento completo.
ResponEliminaLa frase final m'ha deixat quasi tan glaçada com els ulls de la Nadia. Escriure de veritat tan sols deu possible quan s'escriu per necessitat i no amb la única intenció de que sigui llegit, encara que sort en tenim de poder llegir allò que alguns van escriure per ningú.
ResponEliminaAquí, y sin dejar atrás a JOAN Foscaterra, (con el que comparto idea), creo que LOLITA LAGARTO ha expresado lo que a mi me hubiera gustado escribir.
ResponEliminaYa está todo dicho por mi parte.
Muy buena entrada, LLUIS.
Salut (y a la compañía también).
INSERTO ENLACE de La Charca Literaria
ResponEliminaSi ustedes pueden pasar por allí, háganlo.
https://lacharcaliteraria.com/
Siempre he pensado que el escritor, el buen escritor, es como Dios, en el sentido de que crea un mundo, unos personajes, unos sucesos... Esta sensación se confirma en "La mujer del teniente francés", donde el autor aparece en la novela, conversa con la protagonista y le deja entrever que es su creador.
ResponEliminaDesgraciadamente hay bastantes escritores (también entre los buenos) que piensan lo mismo y eso les hace tener un ego, una autoestima y un complejo de superioridad insoportables. Recordemos a Cela, Umbral, Sánchez Dragó, Vargas Llosa...