Este desierto es pequeñito. Parece hecho a la medida humana, de modo que uno piensa que si es capaz de andar en línea recta podría salir de él en pocas horas.
Sin embargo, contiene la esencia del desierto. No hay caminos. O puede que todo el desierto sea un camino, solo que no se sabe hacia qué parte, hacia adonde. El desierto es engañoso: no es todo monotonía y esconde sorpresas. Como la vieja cabaña abandonada. ¿Se refugiaba aquí un pastor, cuando había pastores? ¿Hubo pastores? ¿Cuando desapareció el último pastor?
En el desierto también se ocultan esas lagunas pequeñas, hundidas, con aguas verdes y cangrejos rojos. Hay centenares de ellos rotos y devorados, en la ribera. Hay aves que les cazan y se calzan un banquete de cangrejos. Sin embargo, ahora no pasa nada.
Uno puede caminar y pensar en el silencio, porqué le han dicho que silencio y desierto son palabras que van de la mano, pero no es cierto. No se trata ta solo del zumbido, ocasional e inoportuno de los grandes coches extranjeros que zumban por las pistas señaladas. Se trata de lo otro. Ese rumor de fondo.
Hace algunos años me dignosticaron un acúfono. Eso significa que, en el oído izquierdo siempre escucho un pitido lejano, como si alguien, en un piso del bloque de enfrente tuviese un aparato eléctrico encendido, una radio sintonizada en el espacio vacío entre dos emisoras. Con el tiempo he aprendido a vivir con mi pitido. A veces ya ni lo percibo aunque se que siempre está ahí. ¡Para lo que hay que oir...! me dijeron una vez.
Este desierto de altas formaciones puntiagudas y de oscuras grietas es el resultado de una violencia casi inconcebible. De tierras que se hundieron, de mares que se desplazaron, de enormes fuerzas tectónicas cuya energía no podemos imaginar. Nosotros también salimos de una violencia gigantesca y atroz. En este país más o menos en paz en donde nos preocupamos de que los hombres no de despatarren demasiado en el asiento del metro, vivimos más o menos en una paz que procede de mucha violencia. Nos preceden un sinfín de guerras y de crímenes horrendos. Mis cuatro abuelos, por ejemplo, tuvieron que emigrar de sus pueblos de origen por distintas razones, pero el denominador común es el hambre. Hay hombres que condenan a otros hombres al hambre, y eso es otro tipo de violencia, sin brusquedades ni despilfarros bélicos, sin bombas y sin puñales ni banderas ni proclamas solemnes ni desfiles. La violencia del hambre tiene unos perdedores que enferman y mueren y unos ganadores, que escriben libros de historia. Los primeros piden pan, los segundos exigen urnas y leyes que les legitimen.
La garza real se alza ahora de entre los juncos de la laguna de las aguas verdes. Es un pájaro elegante, que se eleva como si lo vieses a cámara lenta y con una banda sonora de violoncelos. Es un ave soberbia, bellísima. Es ella la que destroza, cruel, a esos cangrejos rojos y suelta sus cuerpos mutilados en la ribera. Esa ave existe gracias a la mortaldad de otra especie, mucho más humilde, esos crustáceos asustadizos que nadan para atrás y se esconden entre las algas.
Mi abuela paterna llegó a Barcelona procedente de un pueblo mucho más al sur. Cuando ya tenía 90 años y la cabeza se le iba por un laberinto de recuerdos que bajaban como aludes, contó que su pueblo, de cabañas como las de "Cañas y barro" era tan pobre que la gente cazaba las ratas. Eso pasaba hace poco más de un siglo.
Siempre se sintió extranjera en Barcelona. Eso de hacer sentir extranjero al emigrante que huye del hambre también es una forma de violencia. En este caso, es la violencia de la que yo surjo. Yo, que ahora ando, ocioso, por el desierto.
Una visió encertada i nua del desert de les Bàrdenas Reales... Diuen que el desert angoixa i desespera o eixampla l'ànima. Vaig sentir desassossec i alhora fascinació quan vaig visitar les Bardenas reales (crec q va sense accent). Talment el que un sent, de vegades, pel fet de viure.
ResponEliminaY mi abuela materna, proveniente de Murcia, fregaba de rodillas en una casa de modas muy barcelonesa, en la Gran Via esquina Paseo de Gracia.
ResponEliminaElla daba gracias de tener trabajo, me consta, y mi madre sólo quería quemar la zapatería, también me consta.
Y en mi niñez, vi todavía, muchas mujeres fregando portales, con un trapo de pana en las rodillas, junto a un cubo metálico y una esponja enjabonada en la mano, encaradas al suelo.