
Arthur Rimabud fue el poeta más excelso de su siglo, luego dejó la poesía (o ella le dejó a él) y reapareció más tarde en la remota Abissinia. Se había reinventado a si mismo: en Abissinia, Rimbaud se dedicaba al tráfico de armas, era un oscuro contrabandista de ánimo suicida. Me gustan las personas capaces de reinventarse, de transformarse. Estoy seguro de que Rimbaud se hartó de ser el niño prodigio de la poesía francesa y decidió que la vida es demasiado solo una para vivirla solamente en el Parnaso de la poesía de un imperio decadente.
En la dimensión catalana, las cosas transcurren por otro orden, ya que la idionsincracia catalana es otra. Es el caso de Lluís Llach, que ni fue Rimbaud poeta ni Rimbaud contrabandista, pero que tal como el galo, se transformó. Cuando supe que el viejo cantautor Lluís Llach se había metido a traficante de vinos caros sentí un estremecimiento: ¿era nuestro Rimbaud bajo el microscopio catalanet? Años más tarde Llach dejó los vinos y se puso a defender nobles causas allende los mares, y fundó una organización, en Senegal, para ayudar a los chavales de la zona a labrarse un futuro más digno. De nuevo me chocó el cambio, puesto que esa nueva encarnación contenía algo de romanticismo, aunque muy residual.
Más tarde supe que Llach se había apuntado a las listas electorales de un partido de la derecha nacionalista catalana y entonces pensé que al final todo vuelve a su cauce, que quién tuvo retuvo y que la vida es eso, un lento y laberintico regreso a los origenes. La cabra siempre tira al monte y el niño bonito a la mansión de papá. Llach fue niño de casa buena y por fin regresa con los suyos, pensé. El engendro electoral al cual se apuntó el viejo cantautor se autodenomina "Junts pel Sí", y es eso, el retorno al hogar, una elíptica apelación a la (re)unión de la clase, de la familia.
Cuando yo era muy joven podía clasificar a las personas entre franquistas y demócratas, sociatas y pujolistas, heavys y mods (y punks, y hippies), porreros y pastilleros, entre catalanets i charnegos... y entre seguidores de Joan Manuel Serrat vs. seguidores de Lluís Llach, por entonces un cantautor algo melifluo que oscilaba des de la "canción protesta" hasta la lírica, el género pastoril ("País petit", Vinyes verdes"), algunas veleidades new age ("Un pont de mar blava") y un rollito panmediterráneo bastante impostado. Joan Manuel Serrat encarnaba otra visión de la música popular más suelta y desenfadada, dotado de un sentido de la poesía más espontáneo, creíble, de la calle. Serrat era capaz de transitar del castellano al catalán y viceversa y era un excelente musicador de grandes poetas: de entre su obra destaco las versiones de Machado (en castellano) y de Joan Salvat Papasseit (en catalán). Recuerdo algunas discusiones tabernarias sobre el dilema Serrat/Llach, siempre entre cervezas y en baretos del barrio, al lado del instituto -que entonces se llamaba "San José de Calasanz" y hoy "Moisès Broggi".
A mi, el debate entre los dos cantautores me pillaba un poco con el pie cambiado, porqué yo era más de King Crimson y de David Bowie, pero incluso así y siendo yo por entonces un insufrible petimetre imberbe y bastante simplón, me olía que los fans de Llach eran los mismos de la Chiruca, del foc de camp, de los excursionistas de excursiones con trasfondo patriótico y cristianodemócrata, los que liaban barullos en clase cuando el profesor profesaba en catalán (aunque fuese recién llegado de Portugalete), los que armaban poemas rimados y rodolins en donde, inevitable, aparecía el asunto catalán y los pareados con país/feliç, catalana/magrana, Empordà/Shambalà, Pujol/Ferrussol. Los del Serrat me parecían gentes más relajadas, más abiertas de mente. En caso de buscar cita con una chica, era más atinado y más aconsejable intentarlo con una de las de Serrat, ya que las espectativas copulatorias aumentaban de forma exponencial. (Y perdonen la posible deriva machista de la oración, ya que si yo hubiese sido una chica que buscaba rollo, ahora diría lo mismo hablando de los chicos del Serrat).
[Alguien debería hacer un trabajo de antropología cultural que estudie la tremenda influencia de las letras de Llach en el imaginario catalán de más de una generación de poetas aficionados y lletraferits de medio pelo, y en el lastre de ramplonera ridiculez conceptual que les dejó. Durante décadas, muchos catalanes solo leyeron poesías de Llach y de Martí i Pol, y eso se nota.]
Pasaron los años y Llach devino diputado regional, como antaño Rimbaud contrabandista. Y hoy, cuando la derecha nacionalista catalana se transforma en independentista para reinventarse -como forma de supervivencia in articulo mortis-, va el antiguo cantautor y amenaza a los pobres trabajadores públicos (infermeras y médicos, policías, maestros, asistentes sociales, conductores de autobuses) con sanciones y represalias si no obedecen a las leyes del gobierno regional que todavía no existen. ¡Vamos! Ahora si que ya no entiendo nada de las transformaciones de Llach: justo cuando termina de promover la desobediencia civil, va y amenaza a los posibles desobedientes. Si desobedecer a la Constitución española es legítimo (y democrático, y fantástico y genial), desobedecer a la legislación regional debería ser lo mismo, ¿no?. ¿Se puede construir una desobediencia "transitoria" y caducable?
¿Se puede defender que es bueno desobedecer a las leyes de España pero que es malo desobedecer a las leyes de la región catalana? ¿Qué principios morales argumentan eso?
El señorito Llach, antes cantautor y ahora martillo de herejes, debería pensar un poco más antes de hablar. Pero debe creer que su pasado de artista le habilita para soltar lo que sea, incluso sin fondo de piano y violines. Eso nos pasa a muchos, lo reconozco. El señorito Llach canta de nuevo pero ahora desafina mucho, ya que debería recordar que los trabajadores públicos (clase por la cual los bohemios de rancio abolengo como él sienten un desprecio profundo, lo se) han prometido -o jurado- acatar la Constitución. Y en virtud de esa promesa cobran a final de mes, pagan sus alquileres, los colegios de sus hijos, compran en en el Mercadona del barrio. Los trabajadores públicos han prometido lealtad a la Constitución que es la misma Constitución que le permite al señoret Llach ser diputado regional y disfrutar de su sueldo y privilegios, por si no lo recuerda.
El viaje a Ítaca, que es palabra esdrújula y no llana, tal como él la cantó por desidia, toma un giro chungo, feo y autoritario, una deriva amenazante y chulesca que no parece encajar con el lirismo humanista internacionalista de algunas de sus canciones.
Debo decir que aplaudo ese gesto de Llach, esa desfachatez autoritaria que revela el rostro oculto tras el discursito hiperdemocrático de los secesionistas, la sonrisa de la hiena oculta tras la revolución de las sonrisas. Es bueno que se muestre lo que hay: cada vez somos más los que no tan solo no queremos la independencia de la pobre Cataluña si no que además nos provoca mucha grima el asunto. Los independentistas han conseguido tomar un aire como de Donald Trump, aunque el tupé de Mas decaiga y el de Llach esté ausente -bajo ese bonete casi papal. Quién le iba a decir al viejo vinatero del Priorat (a 75 euros la botella de Masia Llach en el súper) que con su diarrea verbal iba a hacer mucho más petit a su país petit.
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