25 d’oct. 2016

En la muerte del novelista Ignacio Padilla

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El escritor Ignacio Padilla murió en un accidente de tráfico, en Méjco, en agosto del 2016. Padilla, que tenía 48 años el día de su muerte, es uno de los autores de la llamada Generación del Crack junto a Jorge Volpi. La noticia no tendría ningún interés especial, ya que la cifra de muertos en la carretera es enorme, y en esta danza bailan todos: desde princesas inglesas hasta plebeyos. La democratización del coche está al servicio de la democracia de la muerte. Hemos vuelto a los tiempos en que se confía en la democracia de la muerte, como en en los oscuros tiempos medievales de señores y vasallos. De las demás democracias uno ya no sabe qué demonios pensar.

Decía que la noticia no tendría un interés especial, pero para mí sí lo tiene, ya que Padilla escribió la novela "El daño no es de ayer" en 2011, en la que aparece un coche abandonado en el desierto de Mojave, un viejo Rolls Royce accidentado en la arena que actúa como una puerta hacia el otro mundo. Quien penetra en el esqueleto del automóvil (por la ventanilla solar del techo, ya que las puertas están atascadas por la herrumbre) accede a otra dimensión y se convierte en un espectro parlanchín que se mete en las cabezas de los vivos. En aquella ficción, Padilla cuenta que el Rolls perteneció a una vieja espiritista que se había codeado con Madame Blavatsky. El lector concluye que la vieja dama había creado el aparato más ansiado por sus correligionarios: la máquina de transmigrar almas.

Resultat d'imatges de el daño no es de ayer

La novela de Padilla ganó un premio literario en Colombia (un premio de 100.000 dólares que envidié en silencio) y la leí justo un año antes de su accidente, durante unas vacaciones. Me sumergía en la lectura después de comer, en la butaca de la terracita orientada a levante de una casa de piedra en un pueblecito olvidado del Maestrazgo, en la ladera de un monte que es, también, la orilla de un pantano de aguas verdes, quietas y profundas.

La lectura se veía suspendida por el sueño: el libro aparecía más tarde encima de mi cuerpo, desparramado como después de un acto de amor. El sudor de mi cuerpo humedecía las páginas de la novela y ella, en correspondencia, penetraba mis sueños. El recuerdo de esa lectura ha devenido una mezcla indistinta de la literatura de Padilla con mis ensoñaciones, a partir de un texto que es ya de por si de naturaleza hipnótica y esotérica. Tanto es así que, posiblemente, algunas de las cosas que he contado sobre la trama o los personajes de Padilla pertenezcan a mi cosecha, cosechada en sueños. Como esa alteración contiene algo delicado o incluso bello, no creo que le moleste al lector. Ni al autor fallecido.

El pueblecito donde leí la novela de Padilla tiene un nombre que se me escurre de la memoria como el agua de su pantano entre los dedos. También tiene una carretera nueva, ya que la antigua era demasiado peligrosa y acumulaba gran número de accidentes mortales. Quise pasar por ella aun conociendo el riesgo que eso conlleva, y debo decir que, en efecto, es diabólicamente tortuosa. En algunas curvas sin peraltar te asomas demasiado al vacío, al fondo del cual está el agua turbia del pantano, el más antiguo de España.

Conducir por esta carretera en desuso es bastante fatigoso. Por este motivo me detuve a reposar poco antes de llegar a Ladruñán, en la entrada de Santolea, uno de los muchos pueblos abandonados de la región. Las casas, construidas en adobe, se encuentran mal, en un estado lamentable. Las casas y los objetos se despreocupan y se abandonan a la disolución en cuanto las dejamos solas.

El cementerio de este pueblo, cosa rara, está mucho más descompuesto y ruinoso que las viviendas. La evidencia de ese fenómeno de asimetría provoca un extraño desasosiego en el viajero.Tanto es así que lleva mucho trabajo reconstruir sus panteones con la imaginación. Lo primero que sorprende es el gran número de este tipo de tumbas que llegó a albergar el camposanto, que ha adquirido el aspecto de un poblado etrusco o el de un jardín novecentista burgués pero asilvestrado. Los pequeños mausoleos se parecen en algo a las cabañas de pastor y se distinguen de ellas porque el interior de la bóveda está pintado de azul. De un azul intenso como el de las mañanas del verano, de forma que hoy, cuando levantas la mirada en el interior de uno de esos panteones, te parece que la bóveda pintada sigue ahí, completa y perfecta: no hay interrupción entre el celeste del firmamento y el del antiguo pigmento añil.

La Generación del Crack pretendió zafarse de la tradición latinoamericana del realismo mágico, sin embargo, Padilla puso los pasos en las huellas y habló de almas transmigratorias, coches que permiten el acceso hacia el otro lado del espejo y viejas damas espiritistas. No puedo evitar preguntarme si su muerte no será el truco definitivo de quien sabe algo más, el giro ingenioso de una trama preñada por el sueño. Se me ocurre que debería volver al cementerio abandonado de Santolea, trepar a uno de los mausoleos y saltar al interior por el agujero en la bóveda. Con cuidado, eso sí, ya que no quisiera dañarme el tobillo y quedarme cojito para toda la (otra) vida.

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