Es necesario hablar de la ciudad impostora. Nunca se planea llegar a este lugar. El destino siempre es otro. Sólo cuando se llega al final del viaje demasiado pronto, o a través de una extraña ruta, pueden surgir las sospechas.Así empieza el cuento Nuevos rostros en la ciudad, Thomas Ligotti, en Noctuario (Valdemar 2012). Un relato de interpretaciones múltiples, laberínticas. ¿De qué fenómeno es metáfora esta ciudad impostora? Quizás no sea ninguna metáfora -he aquí el horror- quizás sólo es una descripción minuciosa aunque breve de la ciudad en donde vivo.
El mismo día en que leí este cuento, por la tarde, salí a pasear por el bosque más cercano a mi piso, en los límites de una ciudad pequeña, pobre y provinciana. Me metí por un camino desconocido hasta encontrarme de repente, y tras una curva cerrada, con un montón de trastos rotos: el tambor de una lavadora, sillas de madera podrida, ropa de abrigo, pequeños electrodomésticos anticuados.
Entre los pinos se descubre la silueta de una casa prefabricada, madera de pino y tejas de pizarra. Está medio arrasada: una parte de la casa ha sido derribada por una excavadora pequeña -aparcada más abajo- y ahora el bosque acoge y oculta centenares, miles de restos del hombre que vivió allí. Hay recibos de teléfono, facturas de un Centro Excursionista, pequeños poemas y fragmentos de un diario. La letra (en bolígrafo azul, apuesto por un Bic cristal) es limpia y temblorosa, sin duda de un hombre mayor o maltrecho por la salud (que sin embargo conservaba un amargo sentido del humor:
Campanillas, campánulas. Las he visto todo el día, por todas partes. Florecen en abundancia. Yo creo que repican todo el tiempo, aunque no las puedo oír. Posiblemente porque hoy no me he lavado las orejas.Josep Bonastre Lloveras vivió aquí no se sabe cuánto tiempo, ni desde cuando ni por que motivo ya no está. Alguien ha ordenado el derrribo de su pequeña mansión dentro del bosque. Hay un olor a podrido y a viejo, a humedad rancia, a excremento de roedor. Ando en círculos alrededor de las ruinas. Contemplo la libreta de La Caixa, la factura de Movistar. Me retumban las palabras de Thomas Ligotti:
A través de la niebla, que flota espesa e inmóvil, la ciudad poyecta los rasgos de su verdadero rostro. Pardos edificios ruinosos aparecen en las calles que se extienden sin orden alguno como grietas entre piezas de un enorme rompecabezas. Las oscuras casas se comban; no son ni de piedra ni de madera; la superficie podría ser perfectamente de carne putrefacta que cede...Detrás de la casa encuentro un colchón de espuma, con una funda de color azul y manchas marrones, malolientes. Hay algo debajo, un bulto. Levanto el colchón con la punta del zapato y mantengo la respiración suspendida. Es un montón de harapos, ropa hecha girones y poseída por un ocre rojizo que la convierte en una masa homogénea, algo así como una cadáver de tela, la putrefacción de un muñeco horrible.
Algunos edificios son meras fachadas apoyadas sobre un vacío. Otros falsifican sus interiores con burdas escenas pintadas donde debieran estar las ventanas. Y donde aparecen ventanas reales hay con toda probabilidad algún brazo colgando de ellas, un brazo oscilante y de peluche con una mano con muy pocos o demasiados dedos.
me recuerda aquella urbanización italiana que para recibir una subvención europea , levantó una parte de edificios de cartón piedra, impostores de los de verdad
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