28 de juny 2012

Cambio de fecha


Hace unos días publiqué el texto que aparece a continuación. Después de pensarlo un poco, parece oportuno mantener la convocatoria pero con otra fecha, que podría ser 25 de agosto o bien 1 de septiembre. Gracias a tod@s.


Encuentro de bloguer@s y lector@s de verano en Les Planes


Esto es un invitación abierta a participar sin filtros ni vetos a una comilona de verano, a todas las personas que entran, leen o comentan. En este bloc o en cualquiera.

La idea tiene una historia corta y simple. Hace algunos días nos fuimos a encender un fuego en el merendero de Les Planes. El sol caía amplio y sin piedad, como advirtiendo de un verano denso, de larguísimas siestas, sopor, nubes ralas, zánganos y gotitas de sudor que descienden por el cogote y forman un delta redondo en el cuello de la camiseta. Las mariquitas se posaban en la palma de la mano, con la calma del bicho sabedor que, si la cosa se pone fea, se puede largar volando. Hormigas voladoras, calor, el niño que llora porqué se le ha caído el helado al suelo y no hay pasta para comprar otro.


Nos llevamos pinchos morunos, algunas hortalizas, un litro de vino, dos libros. La verdad es que andábamos tras a lectura de Juan Marsé y sus Últimas tardes con Teresa, pero eso quizás sólo es una anécdota minúscula. Sin importancia. Lo importante estaba en eso de alquilar la parilla y la leña, la mesa pintada de verde, buscar una libre entre la algarabía. Escuchamos voces que hablan en ruso, rumano, colombiano y ecuatoriano, brasileño y mucho xarnego. Inevitablemente, cada uno recordó a sus padres o abuelos, inevitablemente xarnegos y murcianos. La abuela Carmen -la que vino de Cartagena de Murcia- se me apareció dulcemente por allí enmedio, como en un soplo de aire cálido que tal como viene se va. Es la abuela que odiaba la ópera: una monserga aburrida para señoritos frígidos, decía.


Se me ocurrió que podríamos encontrarnos allí con otros y otras que escriben en los blogs y nos hablamos, nos susurramos o nos saludamos. El espacio del merendero de Les Planes es público y abierto, está a tres minutos andando desde la estación del tren. Pueden venir quienes quieran, porqué no hay puerta con candado, ni llave que lo abra. Tampoco hay piscina, claro está: el merendero de Les Planes no es un chalet. Pero tiene pinos y sombras, y gritos de cincuenta colores. Y un chiringuito con helados y cafés por menos de un euro.


Esto es una invitación tan formal y tan legal que no tiene destinatario concreto y por eso tod@s cuant@s lean este texto están invitad@s: l@s que escriben blocs y l@s que los comentan. No hay primera clase ni segunda clase, no hay filtros: quién llega pronto se pilla el sitio y quien llega tarde se lo guardamos. Cada uno se trae lo suyo, y entre tod@s nos apañamos.

Si alguien viene de lejos -de muy lejos- vamos a encontrarle una cama o un sofá de una dignidad mínima -teniendo en cuenta que estamos en el sur de Europa y que estamos intervenidos por el FMI. Pero nosotr@s, chul@s, nos vamos de merendero.

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Nota: a partir de hoy y durante el verano, el blog paralelo -hermano, primo, cuñado- La segona versió irá publicando por entregas la novela entre negra y paranormal La segona mort de Martín Marín.


Eso implicará una disminución natural de las aportaciones a este blog, en parte vinculada también al verano: me aconsejo a mi mismo, y a los lectores y lectoras en general que aprovechen los meses de calor para practicar la siesta, la hamaca paraguaya, la sensualidad, los batidos y helados, la contemplación, el insuperable aburrimiento con la piel sudada de no hacer nada.

26 de juny 2012

Encuentro de bloguer@s y lector@s de verano en Les Planes


Esto es un invitación abierta a participar sin filtros ni vetos a una comilona de verano, a todas las personas que entran, leen o comentan. En este bloc o en cualquiera.

La idea tiene una historia corta y simple. Hace algunos días nos fuimos a encender un fuego en el merendero de Les Planes. El sol caía amplio y sin piedad, como advirtiendo de un verano denso, de larguísimas siestas, sopor, nubes ralas, zánganos y gotitas de sudor que descienden por el cogote y forman un delta redondo en el cuello de la camiseta. Las mariquitas se posaban en la palma de la mano, con la calma del bicho sabedor que, si la cosa se pone fea, se puede largar volando. Hormigas voladoras, calor, el niño que llora porqué se le ha caído el helado al suelo y no hay pasta para comprar otro.


Nos llevamos pinchos morunos, algunas hortalizas, un litro de vino, dos libros. La verdad es que andábamos tras a lectura de Juan Marsé y sus Últimas tardes con Teresa, pero eso quizás sólo es una anécdota minúscula. Sin importancia. Lo importante estaba en eso de alquilar la parilla y la leña, la mesa pintada de verde, buscar una libre entre la algarabía. Escuchamos voces que hablan en ruso, rumano, colombiano y ecuatoriano, brasileño y mucho xarnego. Inevitablemente, cada uno recordó a sus padres o abuelos, inevitablemente xarnegos y murcianos. La abuela Carmen -la que vino de Cartagena de Murcia- se me apareció dulcemente por allí enmedio, como en un soplo de aire cálido que tal como viene se va. Es la abuela que odiaba la ópera: una monserga aburrida para señoritos frígidos, decía.


Se me ocurrió que podríamos encontrarnos allí con otros y otras que escriben en los blogs y nos hablamos, nos susurramos o nos saludamos. El espacio del merendero de Les Planes es público y abierto, está a tres minutos andando desde la estación del tren. Pueden venir quienes quieran, porqué no hay puerta con candado, ni llave que lo abra. Tampoco hay piscina, claro está: el merendero de Les Planes no es un chalet. Pero tiene pinos y sombras, y gritos de cincuenta colores. Y un chiringuito con helados y cafés por menos de un euro.


Esto es una invitación tan formal y tan legal que no tiene destinatario concreto y por eso tod@s cuant@s lean este texto están invitad@s: l@s que escriben blocs y l@s que los comentan. No hay primera clase ni segunda clase, no hay filtros: quién llega pronto se pilla el sitio y quien llega tarde se lo guardamos. Cada uno se trae lo suyo, y entre tod@s nos apañamos. La fecha? Pues bueno, un fin de semana del mes de julio. Pongamos que el 21 de julio, a partir de las 13 horas.

Si alguien viene de lejos -de muy lejos- vamos a encontrarle una cama o un sofá de una dignidad mínima -teniendo en cuenta que estamos en el sur de Europa y que estamos intervenidos por el FMI. Pero nosotr@s, chul@s, nos vamos de merendero.

24 de juny 2012

El horrible batracio humano. Impotencia. Brian.


Hace tan sólo cuatro días dejé un falso capítulo 1 de una falsa fotonovela en este blog. El capítulo 1 era falso, porqué ni existe el segundo ni pensaba en llevarle jamás a la existencia, o sea, a la pantallita. Bueno, un juego más, me había dicho yo. Un de esos juegos que quieren decir algo vago y torpe acerca de la literatura, los blogs, los lectores y eso de la virtualidad.
El cuento trataba de un hombre vengativo que quiere asesinar a un cargo político del nacionalismo catalán (aunque un cargo oscuro, mediocre y discreto como un alcalde pueblo pequeño). Pensé en cargos políticos nacionalistas y locales que por desgracia he conocido, ya sean de Convergència, de Unió o de Esquerra Republicana (a pesar de mencionar a la izquierda en su ampuloso nombre, ese es un partido de rebuznantes refusés de Convergència, digan lo que digan).

La idea era plagiar un poco el relato base de Lovecraft (pongamos por caso La sombra sobre Innsmouth), en donde el malvado es un ser medio humano y medio batracio, salido del lodo y la podredumbre, pero terriblemente poderoso, inmortal y sanguinario. Y por lo tanto, un político de nuestro tiempo. La historia debía de acabar bien y mal a partes iguales: el protagonista consigue destruir al batracio humano, pero luego es perseguido, rodeado y devorado por sus colegas batracios-humanos-políticos-nacionalistas. La verdad es que el relato se me ocurrió viendo una foto de prensa del conseller de economía catalán, un tal Andreu Mas-Colell, vilipendiado por la naturaleza con una voz gangosa e insoportable, y con un rostro de indudable sapo baboso. Un tipo quien, a estas horas, quiere resultarle simpático y gustoso a un mafioso de Las Vegas que anda mendigando un lugar al sol mediterráneo para edificar un antro de jugadores de casino y puteros en general.


Sin embargo, no tengo ganas de escribir más sobre eso. O acaso simplemente no tengo más ganas de escribir -prefiero leer. Incluso se me había ocurrido pedir a los lectores sugerencias para su continuación, e improvisar en un nuevo juego casi imposible porqué parece arcaico y trasnochado de confluencias e influencias entre gente que, teniendo una relación exclusivamente virtual, se permite colaborar y, de alguna forma, escribir en el blog de otro algo que no sean comentarios subalternos, a pie de página.

Además, uno de esos días perdí la pluma con la que llevo un mes escribiendo (barata y verde sapo), y eso me puso no tan sólo de mal humor, sinó que además lo interpreté como la señal indudable de que debo pensar qué escribo, para quién y donde. O igual dejarlo. Hoy he reencontrado la pluma, pero el mal ya está inoculado.


Y luego ha pasado otra cosa. El autor de un blog que voy siguiendo desde hace algún tiempo ha fallecido, y alguien de su familia ha escrito esa noticia en el blog. Supongo que ese será el último post, aunque me vienen ganas de proponerles que lo dejen abierto para que otros puedan (podamos) mantenerlo. Bueno, otra idea trasnochada e imposible. He dejado mi pésame como comentario al post postrero, pero reconozco que me ha costado lo mío y que además me he sentido muy raro. La vida -o sea, la muerte- ha atrapado a un blog y ha transformado alquímicamente la virtualidad en realidad. El autor del blog siempre firmó y habló como Brian. Hoy he sabido su nombre real. Hoy, el mismo día en que ese nombre ya no sirve para comunicarse con él.

La vida -ya sea la real en la calle o la virtual en una pequeña pantallita refulgente- es rara y está llena de espejos y laberintos. No sé si hay Dios, pero si no lo hubiera -tal como supongo o infiero- deberíamos poder crear algo más aparte de ciencia y tecnología. De pantallas rectangulares y las putas calles en donde yacen los perros muertos, echados en las cunetas y en las comisuras de las cloacas.


21 de juny 2012

Con la técnica de Lovecraft (Fotonovela)


Capítulo 1

-Está usted en el paro, caballero, lo lamento, pero sólo soy un funcionario.
-¿Cómo? ¿A mi edad? ¡Dios mío, qué va a ser de mi!

Cuando me quedé en el paro a los cuarenta y siete años comprendí que me iba a ser muy difícil empezar de nuevo. No tan sólo por las dificultades y la pequeñez malsana de la oferta de empleo, sinó porqué me sentía poco predispuesto. Mendigar un empleo, aceptar las humillaciones, tragarme la inquina. Mis ganas de encajar y agradar se habían visto muy mermadas tras los años de la servidumbre que exige esa forma de vida, tan minúscula y ruín. Incluso los vagabundos son más libres y completos que yo, me había dicho alguna vez. Incluso los gatos de mi calle llevan una vida más plena, más gloriosa.

El narrador, dispuesto a emprender un aciago camino como nuevo sinempleo español.

Sin embargo, el mismo Estado que me había puesto en la calle me comunicó que era perceptor de un subsidio de paro durante once meses. El día en que me llegó la notificación estaba manoseando la posibilidad de salir a la calle para cometer algún pequeño delito, posiblemente un sabotaje en alguna oficina de La Caixa. Incluso me había provisto de alcohol de quemar y pasamontañas. Pero la tentación de operar desde dentro me sedujo enseguida.

Creo que muchas veces había soñado en ser eso: un espía, un traidor agazapado en el corazón de la fortaleza y que la menoscaba poco a poco, hasta derrumbar sus altas torres. Desde adentro. Aunque sea como un pobre sinempleo cobrando un subsidio. Creo que eso confunde (hasta aterrorizar) a los señores de la patria. Actuar como un pequeño terrorista -subvencionado con fondos públicos- no sólo me excitaba profundamente, sinó que me resultaba incluso algo lúbrico.

Me marché sin rumbo, pero orienté mis pasos hacia las montañas. Me ofrecí como jardinero o algo así (casero, guardés, casi mayordomo) de un señorito alcalde de Villorriu d'Àneu, en el fondo del valle. Era el típico alcalde de pueblo pirenaico: reservado, conservador y católico hasta la superstición, un pequeño cacique local bendecido por los votos de sus tristes y mezquinos vecinos. Sólo un poco más cretinos que él porqué habían votado a un tipo que jamás habría votado por ninguno de ellos. En esos pueblos todos se odian salvajemente pero veneran las viejas jerarquías, como en los tiempos del cromañón.

El alcalde de Villorriu d'Àneu en el salón de su casa

El tipejo me instaló en una caseta dentro de su enorme propiedad, alejada del caserón principal y oculta al otro lado del extenso jardín ondulado tras una prudente hilera de cedros y cipreses. Pasé un tiempo cumpliendo con mis nuevas obligaciones -que no eran muchas, sólo serviles-, ganándome su confianza y acariciando cada noche el suave y pegajoso lomo de la miseria: el cacique me daba quinientos euros a fin de mes, aduciendo que el valor de la vivienda era incalculable.
-Sé que no es mucho -ronroneaba- Pero vivir aquí en una casita para ti solo es un privilegio. ¿Sabes qué me sacaría si la alquilase? Por lo menos ochocientos.

Creo que el hijodeputa pensaba así de verdad, y debía estar convencido de que me estaba pagando también ese dinero hipotético. De algún modo consideraba que mi sueldo real era muy superior a los billetes que prometía darme (aunque no le di tiempo a hacerlo). Por las noches yo me reía para adentro y, aunque yaciera con la miseria, también sorbía lentamente el placer de la venganza cada vez más cercana: podía oler ya ese aroma acre y dulzón como de seta venenosa y brillante.

Una noche apacible en el jardín del alcalde

Y finalmente me decidí. Era una noche apacible y cálida, de mediados de junio. Había observado los preparativos del viejo alcalde cada vez que acudía una mujer del pueblo a visitarle que, aunque elegante y altiva, mostraba una mirada turbia y atroz, una mueca de horror en las pestañas. Esa noche el hombre no la esperaba, iba a estar solo: no había hecho ninguno de sus preparativos habituales previos a la llegada de la triste dama.

Llamé a su puerta aduciendo unos vagos problemas con el riego automático del jardín. Abrió envuelto en un batín de rojo sangre, cubriendo un cuerpo delirate y enfermo. El sudor amaraba su rostro enjuto y le temblaban las manos. Balbuceó algo incomprensible. Pensé que estaba borracho o drogado (circunstancias que me favorecían enormemente) y le empujé hacia adentro. Trastabilleó con una luz amarilla y macilenta en los ojos, retrocedió y empujó con la espalda la enorme puerta del salón principal.

Quedó postrado de rodillas sobre las burguesas baldosas de mármol arlequinado. Hizo un gesto amplio con las manos, pero no pudo evitar que viese el salón: centenares de velas encendidas rojas y negras, con un nauseabundo olor a pescado podrido flotando en el aire y ese idolillo asqueroso, encima de una peana de piedra sangrienta, presidiendo la estancia.

Aguafuerte encontrado en la casa, posteriormente a los terribles y escabrosos hechos acontecidos en una noche de junio en el municipio de Villorriu d'Àneu (Archivo de la Policía Judicial).

(Continuará)
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Nota: algunas de las imágenes de la fotonovela están extraídas de la película The Call of Cthulhu, 2005

19 de juny 2012

¡Todos con la selección!


Nuestra selección no se asusta cuando ve al oponente, por más fornido, bien pertrechado y entrenado que se presente. Nuestra selección planta cara. Nuestra selección practica el ataque porqué sabe que de nada sirve defenderse con trucos o encerrándose en casa. O soñando tácticas y estrategias de salón.

Nuestra selección sabe que grandes y poderosos equipos de varias partes del mundo van a por ella con sus mejores ejemplares y su más caro arsenal. Pero está allí, soberana, sin miedo. Cuánto más poderosos son sus rivales, más y mejor levanta la cara y mira a los ojos. Nuestra selección nos emociona porqué saca lo bueno de nosotros, lo que nos queda de valientes y capaces. Lo poco que nos queda.

Nuestra selección nos emociona y nos sacude en el cómodo sofá en donde tenemos el culo plantado, como geranios en el balcón de la abuela. Pocas cosas nos emocionan tanto ya a éstas altura de la vida y del partido. Porqué nuestra selección sabe perfectamente quién es el enemigo, le nombra y le golpea. Lo vemos cada día en la tele, siempre pensando que ellos están allí, lejos, y nosotros en casita.

Nuestra selección lucha cada día en los campos pero también en las calles y las plazas, las carreteras, las vías del tren que nos lleva al campo del exterminio cotidiano.

Sin embargo, nuestra selección está en el paro.

Nuestra selección ha tributado siempre sus impuestos en España, nunca en Suráfrica ni en Polonia. Sus amoríos, lesiones y desgracias no han sido jamás tema de noticiario televisivo. Cuando se retiren, jubilen o mueran ningún periódico los pondrá en la portada.

Por todo eso son nuestra selección.



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Este post está basado en este otro.



17 de juny 2012

Señoritos de mierda



¿Qué otra cosa podía esperarse de los jóvenes universitarios en aquel entonces si hasta los que decían servir a la verdadera causa cultural y democrática del país eran hombres que arrastrarían su adolescencia mítica hasta los cuarenta años?
Con el tiempo, unos quedarían como farsantes y otros como víctimas, la mayoría como imbéciles o como niños, alguno como sensato, generoso y hasta premiado con futuro político, y todos como lo que eran: señoritos de mierda.
Juan Marsé, Últimas tardes con Teresa 

"Manolo levanta la persiana y los párpados al mismo tiempo, y se sonríe para sí, pensando en como crujen y rechinan y gimen esos párpados por la mañana, hay que ver, qué barbaridad. Debería llevar una vida más ordenada, más saludable. Pasados los cincuenta, uno debería hacer algo. Escucha el ruido atroz de una motocicleta ascendiendo por la calle, debajo del balcón entreabierto por donde entra, también, el vago olor de los jazmines. La calle empinada y torcida sigue ahí, piensa, eso es bueno saberlo...
El hombrecito detiene el rasgar de la plumilla sobre el papel, le pone el capuchón y cierra con un golpe brusco la libreta, como si quisiera castigar a los papeles por alguna culpa imprecisa pero grave, aunque sea del que escribe y no del lugar en que lo hace. En verdad, piensa, ponerse a imaginar como es la vida del Pijoaparte a los cincuenta y tres (la edad que le ha elegido para el imposible relato) es una auténtica gilipollez. No sólo porqué el personaje se lo encontró en un libro ajeno -no es ni tan sólo equiparable a un hijo adoptivo-, sinó porqué la narración de su vida está completa en aquél libro, publicado en el lejano 1966. El hombrecito tenía dos añitos en el 66, y probar a escribir la continuación, ahora se da cuenta, es de una arrogancia insoportable.


El hombrecito se pregunta porqué empezó con esto: porqué escribió la cita del libro, porqué la copió con letra tan redonda y casta, tan pretendidamente bella. Lo hizo con esmero, como quién pretende componer un hermoso cuadro de flores pulcras metidas en un jarrón vagamente oriental. Cree que, desde que le enseñaron caligrafía siendo un mocoso, jamás había vuelto a practicar ese esfuerzo. Como para agradar a alguien y recibir una recompensa. Los niños pobres siempre esperan con ansia -por más años que cumplan-, recibir un pellizco del premio que tan ancho y ostentoso les ha sido regalado a los niños ricos aunque sean lerdos, babosos, llorones o repelentes.

Siendo niño, el hombrecito adquirió una digna destreza caligráfica que todavía conserva y ahora observa fascinado. Aunque hace ya algún tiempo que sabe lo otro: que también adquirió un sordo resentimiento del cual jamás se ha despojado. Y no sabe si le llegará la redención. Es el viejo resentimiento de clase baja, unido a una sensación de desclasado, de apátrida en todas las patrias visitadas hasta hoy.

El hombre que escribió el texto de arriba le ayudó un poco. Sus libros actuaron como un vendaje o un analgésico contra el dolor antiguo: el alma de aquél escritor tenía algo de la suya -pensaba. pero eso no lo sabía, es tan sólo una suposición: uno siempre busca a los suyos.

El hombrecito piensa que con Juan Marsé podría hermanarle la zona oscura, donde anida la mala leche y el miedo a no encajar bien, el asco, todas esas cosas. El hombrecito se mira en el espejo y encuentra un brillo sutil en la mirada que identifica al perro apaleado pero tenazmente amaestrado y que sin embargo muerde de vez en cuando. Aunque también el aliento gozoso de la rebeldía y el impulso de nombrar el nombre del cerdo, para nombrárselo en su cara bonita de niño guapo por rico, que no guapo por naturaleza.

A lo mejor estaría bien preguntarle algún día por todo eso al creador del Cardenal y la Jeringa. Por lo menos -pensó mientras leía las aventuras del Pijoaparte o de Rosita, la chiquilla de Ronda del Guinardó- algo me reconcilia con mis compadres y encuentro -¡por fin!- a un autor que no es un señorito mimado y malcriado. Porqué alguna vez, años atrás, el hombrecito pensó que la providencia le había dejado caer en un país lamentable y mezquino, sólo poblado (superpoblado) por cretinos ricos, lustrosos y cultivados, con abono en el Liceo y dignísimos bienhechores de Cáritas diocesana, o muy discretamente simpatizantes de Esquerra Republicana de Cataluña. Todas los prohombres de ese país le parecían eso mismo: señoritos y señoritas de mierda.



Carles Riba, Joan Maragall, Josep Carner, Salvador Espriu, Baltasar Porcel, Isabel-Clara Simó, Maria de la Pau Janer, Salvador Sostres, Joan Margarit, Antoni Vives, Lluís Llach y un largo etcétera que abarcaba celebridades o simples lacayos de la oligarquía, aunque todos laureados pero al fin y al cabo todos señoritos de mierda (*). Cuando escarbas un poco siempre llegas al mismo lugar: el gran poeta es un hijo de papá a quien todo le fue fácil y regalado. Le llevó un tiempo encontrar a Joan Sales, a Joan Brossa, Maria-Mercè Marçal, a José María Fonollosa, a Jesús Moncada, Vicent Andrés Estellés o Miquel Bauçà. Y al autor de las aventuras de Rosita en el Guinardó.

(El herido no encuentra jamás el láudano justo a la vuelta de la esquina. Hay que salir a buscarlo y suele estar lejos. Te puede llevar media vida si tienes mucha suerte).

Bueno, hay que joderse, se dice a veces el hombrecito cuando siente los tambores tocando a rendición incondicional ante el avance vigoroso del ejército robusto de la Realidad, camuflado de incuestionable bosque como en el final de Macbeth. Eso es lo que te han dado -se dice-, y deberías dar gracias por estar vivo, aunque herido. Mejor herido que muerto, o que no haber nacido. Aunque a veces piense que, en Cataluña, si no has nacido en una casa burguesa más te valdría no haber nacido. Pero tampoco hay que negarlo: a los demás se nos ofrece una cierta imagen de la dignidad que no es completamente inalcanzable.

Y entonces el hombrecito se sienta, abre de nuevo su libretita azul, le quita el capuchón a la pluma. Si vence al resentimiento o por lo menos lo domestica un poco, incluso podría llegar a escribir de verdad.


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Con este texto se cierra (provisionalmente, claro), la breve serie dedicada al escritor de Barcelona.

(*) La lista de los señoritos de mierda en mi país es tan enorme, tan descomunal, que uno se siente pequeño y minoritario, decididamente excluído. Quizás Cataluña sea un jardín de señoritos, y yo su jardinero, junto a otros desposeídos en general. Mientras elaboraba el texto me hice una lista, cansina y fatigosa como todas las listas. Intenté limitarme a los señoritos de la cultura impresa, pero se me desbordaba hacia otros ámbitos: el político, el científico, el periodístico, el funcionarial, el artístico, el musical. Incluso el de algunos autores de blogs. No invito a nadie a escribir listas feas. Sólo a que lo piense.


15 de juny 2012

Si me das a elegir





Dentro del sistema tengo:
  • una libretita en un banco, con los ahorrillos del trabajo mío, y de lo poco que ahorraron mis padres. (Los ahorros de mis padres, una vez difuntos, los saqué de La Caixa por motivos de paz espiritual y por respeto al buen sentido).
  • un recibo mensual del alquiler de un piso, en una ciudad industrial, jodida y catalana, en una Cataluña de mierda, burguesa e idiota. Con gastos de agua, luz, gas y vodafone. En una ciudad jodida y catalana con un 25% de parados, ya que nuestro presidente se debe a los mercados y las exigencias de déficit. Nuestro presidente preside parados, para sentirse más poderosos y más catalán.
  • un título universitario antiguo que amarillea por las cuatro esquinas, aunque me costó barato porqué me lo saqué con becas que hoy serían imposibles.
  • un cochecito de color granate (un trasto con cuatro ruedas), que debería pasar por el taller para que le hagan unos apaños.
  • muebles de Ikea con ropa de Inditex -aunque algunas piezas están compradas en almacenes de dudosa reputación o procedentes de robos, o contenedores.
  • una nómina provisional e incierta, por mi mala cabeza: nunca pasé unas oposiciones para ser funcionario, por desidia o por inutilidad. Como el título es de maestro de primaria y el gobierno ha optado por eliminar gastos en educación, el titulo amarillento igual se vuelve marrón mierda.
  • un televisor generalmente apagado, una nevera sin congelador, un despertador. No he tenido nunca un aparato microondas porqué me da grima y porqué mientras tenga un cacito, me voy a calentar la leche en él.



 Fuera del sistema tengo:
  • Una libreta rayada en donde escribo cosas que se me ocurren, mayormente cuando anochece pero también de madrugada, en las horas chiquitas.
  • Las cositas guardadas en mi memoria selectiva y azarosa, con fragmentos de libros y películas, y situaciones vividas en calles, montañas y playas y terracitas, y olores, y colores y músicas, y cuerpos, y palabras.
  • Mis cuatro versos memorizados de Jaime Gil, de Goytisolo, de Kavafis, de Trakl y de Rilke. Algún cuento de Cortázar y de Borges, alguna frase dispersa de Hernán Rivera, de Brecht. Y una debilidad por Francesc Serés.
  • Mis emociones, a veces complejas o poco narrables.
  • Mis ganas tan poderosas de destruir el estado y el Estado, y sus patéticas autonomías para engorde de oligarquías locales.
  • Mis horas de estar sentado escribiendo a la luz de una bombilla cansada, con unas gafas leves cuando se cansan los ojos.
  • La posibilidad de reproducir, más o menos de memoria y con graves deficiencias, algunas obras de Van Gogh, Goya, Gauguin, Picasso y Turner. Y mi imposibilidad para hacerlo con Velázquez, Van Eyck, Buñuel, Dreyer o Andrei. Mi imposible idea de ser Bulgakhov.
  • Los sentimientos, una empatía inevitable por los que sufren, un odio ineludible hacia los nacionalistas y los futbolistas de cualquier equipo o selección, sus señorías los jueces y los diputados, banqueros -incluso una alergia insufrible hacia los pobres empleados de la banca, los propietaris de chalés en sitios caros y bonitos-, y una necesidad terrible y creciente de calor, que aumenta con el paso de los años una vez cruzado el ecuador de la vida. Una esperanza difusa pero concreta de que sólo el dolor nos hace mejores.
  • Mi fe casi inquebrantable en Andrei Tarkovski, y en algunos de sus discípulos (entre los cuales Lars von Trier, Marc Recha o Albert Serra, por nombrar a los primeros que me acuden).
  • Mi sospecha de que no debe haber Dios ni nada después de la muerte, pero algo, algo más allá de las dudas razonables.
  • Mi certeza de que los cretinos, los abusones, los poderosos y los ricos encuentran el infierno en vida. Aunque los buenos, los compasivos, los dulces y los justos no encuentren ningún paraíso. Eso también hay que saberlo. Mis recuerdos de una representación de Woyzeck, de un ensayo fallido de Ubú Rey en el Teatro de la Riereta.
  • Mi sueños. 
  • Mi placer incendiario leyendo los textos de los libertarios, los fundadores de la FAI. Las memorias de Durruti o de García Oliver, las ideas de Bakunin, de Étienne Cabet, de Maiakovski.
  • Mi nostalgia de lo que no fue ni me sucedió nunca.
  • Mis manos cuando dibujan, nerviosas y excitadas, sobre un papel en blanco.
  • Mis pies cuando pisan un camino seco y polvoriento, o húmedo y sombreado. Mis pies cuando escuchan el eco de los tuyos justo a mi lado, ni un paso atrás ni un paso adelante.
Si me dan a elegir entre tener las cosas del sistema o las demás, creo que no lo dudaría. Y pienso que nadie lo dudadría, en su sano juicio. Por mi se puede hundir eso, y elevarse la prima de riesgo y quebrar la banca, y el estado, y arder incluso todo eso, toda esa mierda turbia de los sin alma. Y para que conste quiero dejar bien claro que estoy dispuesto a muchos sacrificios -más, muchos más de los ya hechos- pero ninguno para mantener a la bestia.

Y si me pongo a pensar, creo que a mi padre y a mi madre, y a mis cuatro abuelos les daría igual también. A mi abuelo que le pegó fuego al convento de los jesuítas de Sarrià, sin duda.

14 de juny 2012

Aparición de la Virgen, Monte Carmelo, 1983

[Me siento cansado de escuchar sólo, una y otra vez, la misma miseria: gente contando dinero. El dinero que le falta, el dinero que le restan, el dinero que debería tener y no tiene. Mi sueldo, mis ahorros, mis inversiones, mis ahorros, mis deberes hechos, mi prima de riesgo, mis inversiones preferentes, mis pensiones, mis dineritos de mierda. Alguien -muy oscuro pero también muy adentro de mi- quiere que mi vida dé vueltas sobre esa estupidez sublime. No. No -me digo-, no más. Me doy la vuelta. Y entonces agarro mi libreta de papel rayado y mi pluma barata, una pobre inoxcrom de supermercado. Me siento feliz leyendo y escribiendo. Y hago lo que pocas veces hago: retomar un texto de hace unos días, ponerle el número 2 atrás y enfrentarme a redactar eso, el capítulo 2. Hoy es 12 de junio, me digo, sobresaltado: tal día como hoy, la virgen se le apareció a un chaval de diecisiete años en la cima del Monte Carmelo.]




El Cristo del Monte Carmelo, capítulo 2






7 de mayo de 1978

La mañana nació enturbiada por unas nubes delgadas de amarillo cardo y abajo en la calle Mülberg por el humo del motor asmático y diésel del autobús, que había dejado una estela hedionda y parda como una mancha de café en el aire.

(Cuando la mancha se disuelve un poco se ven al fondo los tres chiquillos).

Los tres chiquillos que ascendían escuálidos y silenciosos, en disciplinada fila índia, tal como finalmente habían aprendido a ir gracias a las vejaciones, pellizcos y capones del señor Masllorenç. Posiblemente -pensaba uno de esos tres chiquillos, Miquel Ángel, el primero de la fila- no todos los catalanes sean unos hijos de la gran puta. Pero los cuatro catalanes que habían llegado hasta su vida eran un verdadero incordio y sugerían que la raza catalana podría muy bien ser una mala raza. Gente mala y rara, como unos niñatos encanecidos, pero niños abusones, engreídos, habitantes de casas lejanas y suculentas.

Cerca de la esquina, y enfrente de la oficina de La Caixa, distinguieron los colores del coche de la guardia urbana. El instinto era natural, y la respuesta aprendida de las pelis de la tele, de las pelis de indios: se agacharon al unísono, todavía ordenados. Pegaron el culo al suelo y la espalda contra las puertas de un coche viejo, pero deportivo y rojo. El metal guardaba el fresco de la noche y resultaba agradable en el piel sudada y nerviosa. Miguel Ángel le dio a su compañero con el codo en las costillas.
-Sácalo, Juli, vamos.

El niño Juli hurgó en el bolsillo trasero del pantalón baldío y acartonado. Le tendió la bolsita del súper anudada como un moño de niña pija. Miguel Ángel la desenroscó con prisa y sumergió en ella el rostro. Unos segundos más tarde sacó fuera los ojos, irritados y lacrimosos. El olor agudo del disolvente ascendió y se extendió por su cuerpecito. Relajó los tejidos y los nervios, se mezcló con la saliva de la lengua, obró cambios en sus mucosas y alargó los huesos. Subió deprisa hacia su cabeza, llenándola como si fuese una campana vacía ansiosa por renellarse.



Miguel Ángel dirigió los ojos espesos al cielo. A su manera de niño de doce años, comprendió que en el interior de la bolsita arrugada, manoseada, respirada cien veces había un trocito del buen Dios. Pensó eso para sí mismo, pero no dijo ni una palabra porqué era demasiado feliz para buscar las palabras que sirven para contar eso. Se lo guardó para sí mismo durante exactamente cinco años. Hasta el día doce de junio de mil novecientos ochenta y tres, cuando, bajando del mismo Monte Carmelo, le contó a todo el mundo que allá arriba se le había aparecido la Virgen.

*          *         *


12 de junio de 1983

El detective Juan Ramon Cifuentes no fue nunca detective, sólo obrero de la fábrica de sanitarios Roca. Durante cuarenta y seis años de la vida se había trasladado cada día desde la calle Mülberg hasta Gavà, donde estaba la factoría de Can Roca, tal como la llamaba con cierta sorna. Cuando se jubiló empezó a hacerse llamar detective Cifuentes, posiblemente porqué ejercía esporádicamente de confidente policial con las cosas de los camellos del barrio.

Cuando supo que al chaval Poblete (recién cumplidos los diecisiete) se le había aparecido la Virgen allí mismo, decidió levantarse del sofá. Porqué lo sabía: sabía que algún día iba a suceder algo importante y maravilloso en esas calles sucias y tristes, i que él iba a estar allí. Porqué aunque fuesen menos sucias y menos tristes que antaño todavía guardaban bien la vieja tristeza y la suciedad abismal. El eco del relámpago negro permanecía petrificado en su memoria.

El detective Cifuentes se levantó dispuesto a hacer algo. Sabía que en esa película él tenía un papel, que allí dentro había algo escrito a su nombre. Dudaba entre ofrecerse al chaval Poblete como su primer adepto, el apóstol número uno o bien destinarse a desenmascarar al farsante. Puso una cafetera en el fogón y relegó la decisión mientras el agua no empujase hacia arriba el líquido negro. En algún momento intuyó la decisión, como entre la niebla: era rocambolesco e imposible, aventurero, sublime. Decidió ser las dos cosas a la vez, ya veremos cómo.

Se le pasó por la cabeza el nombre de aquél Judas antiguo y olvidado: los detalles de la vida de Jesucristo no los había retenido nunca, siempre le habían parecido una complicada superchería para beatas idiotas y frígidas, para las señoras enfermizas de allá abajo, de la ciudad de los señoritos y los restaurantes. El detective Cifuentes había retenido lo fundamental: la imagen de una madre virgen y amorosa junto al cuerpo casi desnudo de un mesías vencido, azorado y sudoroso, tendido lánguidamente en su regazo, abandonado a la sensualidad.

Posiblemente el detective había intuido algo de Jesucristo en el cuerpo del chaval Poblete, un tiempo atrás. Aunque descreído, el detective sabía como todos saben que algo hay en la historia del Jesús, aunque sólo sea algo pequeño, oculto, mínimo.
-Qué dulce cuerpo tienes, Miguelito, tan blanco y delgadito como un Cristo, dime ¿quién va a cuidar de ti? -le había dicho.

11 de juny 2012

Manual para resucitar

Al arrodillarse junto al cadáver [para resucitarle], el Cristo de Elqui se dio cuenta de que el hombre no había muerto antes de entrar en la cantina, como decían sus amigos, sino al salir. El tufo a trago era manifiesto. Quizás cuántas botellas de ese vino gusarapiento, o de ese aguardiente asesino que fabricaban con alcohol industrial algunos pulperos canallas, le habían puesto entre pera y bigote estos calicheros desastrados. Pero qué diantre, así eran los pampinos. Eran hombres aguantadores y sufridos, de riñones poderosos y corazón grande como una casa, que merecían con largueza esos ínfimos momentos de holgura que les deparaba el precario placer de la ebriedad. Bien sabía el Padre Altísimo que el alcohol -y cuando no había alcohol, agua de colonia inglesa- les ayudaba a soportar mejor el tedio y la soledad criminal de estos parajes infernales; la embriaguez les hacía más llevadera la explotación sin misericordia a que eran sometidos por la rapiña insaciable de sus patrones extranjeros.
(¡Joder, es que uno siente placer sólo imaginando el análisis morfosintáctico, y eso es un placer enorme!).

Para copiar ese fragmento he abierto un libro y lo he doblado, y luego lo he retorcido para que mantuviese la página quieta y domesticada ante mis ojos, y le he sometido al peso del cenicero, por debajo del párrafo a copiar. Podría ser malsano disfrutar en actos como esos, similares a la tortura. Pero cuando he soltado el libro ha recuperado su aspecto. Ha salido inmaculado del maltrato. Ha resucitado ante mis ojos.

Un libro -me refiero al objeto llamado libro- es una de las cosas más raras que he visto. Me deslumbra un factor, especialmente: desde que se creó lo de Guttenberg, apenas si ha sufrido modificaciones. Digamos que lo parieron casi perfecto y terminado hace quinientos años. Pocas cosas hay así: ahora nos damos cuenta -por poner un ejemplo- que la famosa democracia era un timo, un feto inconcluso. Las cosas definitivas quizá podríamos enumerarlas con nuestros dedos: los zapatos, el abrigo, la cama, las cacerolas. No pasa nada: avanzar es lento, costoso y jodido.

La naturaleza tiene una especial habilidad en crear seres terminados, que en millones de años no necesitan sufrir mutaciones ni evoluciones: las hormigas, los helechos, los relámpagos, las nubes o las bacterias. Sin embargo, en el hombre esa competencia es muy rara. El hombre es de procesos lentos y errores sangrientos.

Palabras en hileras, hileras en hojas de papel, papeles cosidos, encolados o encuadernados de cualquier otro modo. Te lo puedes llevar a la playa, meterlo en el bolso, perderlo, prestarlo, encontrarlo, tirarlo al contenedor, quemarlo. Eso suena como si ahora, a continuación, fuese a decir que no me gusta eso del e-book. Pues no es cierto. Aunque no tengo ninguno, podría ser. Pero los libros van a seguir ahí. Lo único que les reprocho es su mayor pecado: la desazón que produce, en algún momento de la vida, comprender que uno no va a poder leer todos los libros que le hubiese gustado leer. Lo que lleva no sólo a pensar en la brevedad de la vida (bienaventurada brevedad) sino en todo aquéllo que la vida impone, salvaje y dictadora, y que impide leer.


Hasta que lo descubrí, no sabía que en el planeta Tierra existiese un tipo llamado Hernán Rivera Letelier. Ni que este hombre escribiese, ni que hubiese escrito algo como El arte de la resurrección. [Luego descubro que entre poemas, cuentos y novelas lleva publicados quince libros].

Creo -confieso- que lo que me empujó a comprarlo fué, en realidad, la foto de la portada en su edición de Alfaguara (y una cierta debilidad o inclinación para sucumbir gustosamente ante determinados temas, como el que nombra en el título). Porqué la foto de la portada no es una fotografía sinó un fotograma de Simón del desierto, una de las genialidades de San Luis Buñuel el iconoclasta. Luego, leyendo, algo me empuja a pensar que Domingo Zárate, su protagonista, responde a la apariencia física del Simón de Buñuel.


A menudo escribo en este blog y no sé muy bien de qué demonios estoy hablando. Creo que hablo por hablar y por lo tanto intuyo o presiento que el silencio sería mejor. Ese tipo de paradojas debe de haber llenado libros y más libros, me digo. Ahora mismo ¿de qué hablo? ¿Del amor a los libros, de una novela o de Luis Buñuel? La verdad es que no lo se. Si quisiera hablar de este libro, lo mejor sería copiar el texto de la contraportada, que sirve a menudo para resolver los deberes del estudiante y del crítico de periódico, o de muchos blogueros aficionados a simular que leen libros.

Bueno, quizás debería copiar algo para convencer a alguien (¿a quién?) de que ese libro es realmente divertido y bueno. A mi me ha hecho pensar -intensamente- en Juan Rulfo y en Pedro Páramo. Lo digo por decir algo, creo, aunque observo que ya me estoy acercando al límite de palabras que el buen sentido recomienda en un post.



8 de juny 2012

El Cristo del Monte Carmelo

a Juan Marsé



Alguien va a contar mi vida

El Cristo del Monte Carmelo se sentó en el portal de un caserón con pretensiones modernistas. Las florituras y líneas curvas del edificio eran mareantes, de ensoñamiento turbio, y quizás el adjetivo modernista le venía grande a un chalecito del Monte Carmelo, pero a fin de cuentas la mayor parte de las obras modernistas no son más que eso, sólo que engrandecido por funcionarios aduladores a sueldo de guías turísticos. Miró sin interés alguno la ciudad que aparecía bajo sus pies. La silueta ridícula de la torre Agbar con esas lucecitas marianas, como el mantito de una virgen de Lurdes fabricada en Corea para ser vendida en los bazares españoles a un euro (con pilas, dos). Las hipodérmicas agujas de la Sagrada Familia, el colmillo de tiburón del hotel Vela, la bruma de marrón mierda que cubre el horizonte, impasible.

Apoyó la espalda contra la madera vieja, donde la podredumbre había añadido más modernismo catalán a los relieves de un artesano casi seguro que muerto, merecidamente, muchos años atrás. La casa estaba abandonada, de eso sí estaba seguro. Olía a gato carcomido y a agua cenagal, a cucaracha católica, a chusco de pan enmohecido. Bueno, es el olor de Barcelona, se dijo, quizás sólo es que se me ha abierto la segunda nariz igual como a algunos se les abre el tercer ojo.

Pero pasaba algo más malo que eso, algo iba mal de veras.

Sentía un dolor pétreo en el bazo, la vista no se le aclaraba y tenía la cabeza comprimida por algo impreciso pero asfixiante, como un bochorno de agua turbia con bolsas de plástico flotando en torbellino espiral. A lo mejor se había pasado con el trago, y las cuatro botellas de vino rojo se mostraban descaradamente infranqueables para una sola tarde de verano. Cuatro botellas rojas, murmuró para adentro, como la banderita oval que lucía el señor archiobispo en la solapa cuando le regañaba, tiempo atrás. Me la impuso el President -dijo entonces el monseñor, para responder a la mirada circunspecta del Cristo del Monte Carmelo.

Se levantó cuando sintió que algo andaba realmente del revés y que aquéllo llevaba muy mala pinta. En ese paisaje desconocido del dolor visceral aullaba un bebé terrorífico. La respiración inició un jadeo de perro asmático que no fue capaz de detener con la voluntad. Pronto llegó a la conclusión de que la vida quería abandonarle, y en un intento desesperado quiso abandonarla él primero, por orgullo y por despecho. Pero cuando se acercaba al borde del terraplén que tenía a veinte pasos -para saltar cuánto antes al párking de quince metros más abajo en línea vertical, encima de un cochambroso Seat Supermirafiori agitanado-, las piernas se le doblaron y quedó tendido en la calle. Lo último que escuchó con nitidez fué el frenazo del Bús del Barrio, el 119.

Quizás no sea completamente la muerte, acertó a pensar todavía, tendido bajo los faros. Recordó fugazmente su antiguo diagnóstico de catalepsia, aunque no podía precisar si eso de la catalepsia era otro más de sus inventos y fantasías para ganar audiencia o si era exacto, real, dictado por algún matasanos de verdad. Por suerte, se dijo, había explicado a sus discípulos que si un mal día lo encontraban con apariencia de muerto no dieran crédito a sus ojos y le pincharan con algo. Quizás no esté completamente muerto, les había explicado en una prédica, quizás sólo lo parezca: ya sabéis que tanto el Señor de los Cielos como el Señor de las Moscas disfrutan de lo lindo jugando a las apariencias, los espejos y los enigmas. Si me veis como muerto (y levantó el tono de voz y la ceja derecha al pronunciar la palabra como), comprobadlo por medios infalibles. No os olvidéis del método científico en ese lance, puesto que si ese método existe es porqué Nuestro Señor Jesucristo quiere que exista, como las flores o los dolores del parto.

Sin embargo, el Cristo del Monte Carmelo murió de verdad y definitivamente esa noche, la noche del veintisiete de septiembre de dos mil ocho. Una discípula le cortó con un cutter de la papelería Las Delicias en las venas de la muñeca izquierda y comprobó que la sangre se caía, pero no manaba a borbotones. Era el indudable goteo del líquido estanco, como el de los pollos sacrificados a la navidad.

Murió a escasos cien metros del sitio en donde veinte años atrás se le apareció la Virgen. Donde la Madre de Dios le había cegado con luz azulada para ordenarle formar una congregación de penitentes, levantar un templo y dedicarle su vida en cuerpo y alma. Cosa que el Cristo del Monte Carmelo hizo sin remilgos ni reparos durante años hasta que un buen día se hartó de la Virgen sin avisar, se lanzó a la embriaguez y se cambió de sexo para encarnarse en Karole Romanoff, linda y virgen, descendiente del zar de todas las rusias.

Algo inclina al observador a pensar en que, sin embargo, Miguel Ángel Poblete (que era su nombre de bautizo) nunca debió de aborrecer por completo a la virgen que se le apareció en 1980. Porqué cuando se presentó de nuevo en sociedad bajo apariencia femenina y rusa, dijo que no era obra de bisturíes ni de hormonas, sino el simple deseo divino, el aliento de la madre del Dios, la solemne y caprichosa voluntad de Nuestro Señor.

Alguien va a contar mi vida, había dicho muchos años atrás, en una noche de euforia con vino y mujeres, cola de esnifar, estrellas fugaces y guitarras. Y acto seguido, un jilipollas medio oculto por las sombras de la taberna y soñoliento, disipado en brumas -aunque yo le vi muy bien-, se burló de él con grosería, con arrogancia y con imbecilidad. Y el Cristo del Monte Carmelo le lanzó una maldición. Vete tu a saber si con la borrachera no fuese que lanzó el mal de ojo con puntería muy torpe, porqué el imbécil sigue vivo y jodiendo, y arreándole a su mujer cuando llega morao a la casa. Pero el Cristo y Karole están muertos. Y yo estoy contando su vida.

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La literatura está ahí. Sólo tienes que agacharte a recogerla.


5 de juny 2012

Juan Marsé en el merendero de Les Planes


Domingo, la una y pico del mediodía. El aire se calienta bajo los nubarrones, entre las nubes y el suelo cansado y polvoriento. Juan Marsé llega al calor sofocante el merendero metido en el maletero de un coche y luego lo deposito con más o menos cuidado encima de una mesa de hormigón, pintada de verde césped. A escasos metros, las barbacoas arden. Churrasco, costillas, matambre, llonganissa, pollo, conejo, pinchos morunos: la carne se cuece deprisa, en pequeños infiernos de alquiler por horas y llena el aire de olor acre, de humo blanco que se pega a la ropa y al pelo.

Hay griterío, botellas de champán barato que estallan, latas de cerveza del Lidl rodando por el suelo. Mocosos que celebran su tercer cumpleaños vestidos con camisetas de futboleros de hace cuatro años. Aquí, un poco más abajo, suena el cd de un Volkswagen Golf con las puertas abiertas, que se confunde con el rumor de la radio en el chiringuito de los helados. El encargado se afana en recoger parrillas, pasarles un cepillo de púas metálicas y alquilarlo de nuevo: parrilla más leña más alquiler de la mesa son quince euros y la tarde es tuya, de arriba a abajo. Creo que aún no lo había dicho: Juan Marsé y yo estamos en el merendero de Les Planes.


Contemplo a Juan Marsé tumbado encima de la mesa, justo al lado de la botella de vino. Las imágenes a veces se mezclan en el sopor, la luz excesiva de junio, el rumor de las cigarras. Mi madre nos traía, a mi hermano y a mi, de pequeños. Creo que era por las tardes, seguramente los sábados o cualquier día de la semana, si era verano. Me pregunto por dónde andaría mi padre. ¿Trabajando? Me sucede a menudo: tengo muchos recuerdos en que estamos los tres, y él no está. La verdad es que en el recuerdo no consta que le echara de menos. Ni yo ni mi hermano, aunque no sé qué pensaría ella. Bueno, todo eso ya pasó.


Sentado en Les Planes me doy cuenta de que ese hombre me explica muy bien qué demonios es Barcelona, y que sin él la imagen sería incompleta. Me refiero a sus libros, claro está. Y lo que me gusta, sobretodo, es esa mala leche literaturizada que desprende. La mirada sobre la ciudad desde la altura del Monte Carmelo en Últimas tardes con Teresa es oscura, desarraigada. La ciudad está cerca pero lejos. Los señoritos se fueron de sus casitas con jardín en cuánto vieron acercarse las oleadas de barracas que estropeaban sus tardes de veraneo.

Me divierto enormemente con esa novela, y con sus rincones discretamente ocultos. La descripción de Oriol Serrat, el padre de Teresa es apabullante:
guardaba todavía restos de una belleza viril que estuvo de moda en los años treinta, una especie de versión catalana y débil de Warner Baxter. Un aire incierto de alférez provisional flotaba a veces en su rostro y le incluía por méritos estrictamente estéticos en este benemérito montón de pulcros y anónimos maduros, todos iguales, que se diría han querido eternizar su juvenil adhesión a la victoria con el fino, coqueto, bien cuidado y curiosamente recortado bigote ibérico.
-Juan, Juan... -le murmuro- A ti no te odian los catalanitos por escribir en castellano. No te tragan porqué les pusiste un espejo ante su cara y les dijiste lo que son: señoritos ridículos y encima eso: adheridos a la victoria de su caudillo.

Juan no responde. Un hilo de aire, cargado de olores cárnicos y de fuego, le levanta la portada y pasa una páginas dulcemente.
Cuando ya subían por la carretera del Carmelo, Teresa miró la mano vendada del chico y volvió a preguntar:
-¿Te duele?
Estas vez, el Pijoaparte no pudo contenerse:
-Sí, ahora empieza.
Me acuerdo de una frase de Juan en un texto en donde se describe a sí mismo. También como si no pudiera contenerse muestra un rastro de dolor antiguo.
Ceñudo, maldiciente, tiene la pupila desarmada y descreída, escépticos los hombros, la nariz garbancera y un relámpago negro en el corazón y en la memoria.
Ahora, a lo mejor, me pondría a divagar sobre el dolor y las letras, sobre si es posible escribir sin haber sufrido y todas esas cosas. Me tumbo en la banqueta de piedra del merendero y miro las nubes grises que desfilan atropelladas y refulgentes, cargadas de agua turbia y electricidad. Me gustaría no haber nacido en Cataluña, me viene a la mente.


Me siento bien aquí, sintiendo esa tristeza enorme y también esa feliz levedad. Sin hacer nada, malgastando todo ese enjambre de vísceras y neuronas, sinapsis, azares, casualidades, errores y aciertos de pura churra que me han traído hasta aquí. Pienso en los miles de millones años de evolución de la vida en la tierra, de evolución de la especie humana. Todo para llegar a un tipo tumbado en un merendero, contemplando el paso de las nubes. Creo que quién fuese nos puso aquí sólo para contarlo. De modo que, a fin de cuentas, quizás soy el hombre más feliz y más completo del planeta: yacente y con un libro al lado. 

1 de juny 2012

Leonel Messi, de obrero en paro a mito anarquista

dedicado a Manolo Vázquez, Jaume Perich y Juan Marsé por su época de redactores de la revista Por Favor

Leonel Messi, fotografiado en el bar Delicias (Hospitalet de Llobregat). Se infiere su futuro carácter anarquista del acto de fumar en fecha posterior a la prohibición de hacerlo en lugares públicos.

Leonel Messi llegó al mundo en Hospitalet de Llobregat a mediados de los años sesenta. El azar -o acaso la videncia paranormal de su madre- quisieron que, cuándo ya contaba cuarenta años, apareciese un futbolero con su mismo nombre y apellido, y eso terminó por cambiar su vida. Obrero metalúrgico en paro desde las reformas laborales de un gobernante perdido en las brumas del olvido, Messi sólo era capaz de dar tumbos por el barrio de Bellvitge. De tasca en tasca y de botellín en botellín, vaciaba su vida hastiada por esas calles fatigadas en donde Manolo Vázquez Montalbán situó Los Mares del Sur.

Messi no era hombre de libros, pero conocía lo de Montalbán por una casualidad: el dueño del Bar Delicias (Rambla de la Marina con Avenida de América) se llamaba precisamente Manolo Vázquez, y encima de la cafetera lucía una foto del escritor custodiada por dos ejemplares de Los Mares del Sur, uno más viejo que el otro (el viejo rodeado por la fajita que lo proclama Premio Planeta, 1979).

Bautizo de Messi, en la parroquia de Santa María del Gornal.

Cuando el futbolero llegó a la cima de la fama, nuestro Leonel Messi se anegaba en lo más hondo de la vergüenza, el alcoholismo y la calvície.
-Peor sería llamarse Arturo Mas, le consolaba un parroquiano del bar El Pirata -a cien metros de Las Delicias.
-O Barack Obama, que encima es negro ¿no te jode?
Sin embargo, algo sucedió una tarde. La tarde en la que su vida dió un vuelco. En televisión, y mientras celebraban el nuevo pichichi de la liga española, anunciaron que el joven astro del balón estaba pronto a ser padre. El comentario, que pasó desapercibido para la mayoría de los parroquianos, causó una enorme impresión en Leonel Messi. Se sintió dolido, como si una lanza de fuego hubiese penetrado por el estómago, hubiese atravesado la columna vertebral y asomara la punta por la espalda. Soltó el vaso de caña, se sentó en el suelo lleno de cáscaras de pipas y de gambas y puso los ojos en blanco.

Comprendió que no podía seguir así. De ninguna forma: la muerte lo estaba alcanzando, y hallarían un cadáver triste, deshauciado, ridículo. Su vida sería incapaz de justificar el árbol talado para imprimir su certificado de defunción.

Desapareció del barrio. Todo lo que sucedió luego luego es pasto de la leyenda y el mito, la confusión, el cuchicheo y la envidia. Unos dicen que -no se sabe cómo- descubrió un libro sobre el anarcosindicalismo y decidió imitar al joven Durruti: se metió a atracador de bancos. El primero que cayó fué la oficina de la Caixa (Rambla de la Marina, 264). Se llevó más de cuarenta mil euros, le pegó un tiro en la rodilla del delegado -cojo de por vida- y otro en la mano al apoderado (manco de la derecha, y desde entonces le llamaron Félix el Manirroto).

Leonel M., leyendo las memorias de Federica Montseny.

Parece que huyó a Francia pasando por Bielsa, y de allí a Portugal. Luego vinieron el Caribe y los Mares del Sur. Es plausible imaginar una sonrisa torcida en su boca cuando llegó a esos mares, puesto que sin duda se acordó de las novelas de Manolo. Causó el pánico en el sector financiero de los paraísos fiscales, y dicen que fue el responsable del corralito que arruinó para siempre a Goldman Sachs y la división pirata del Santander. Parece ser que fué el mismo Leonel Messi quién se llevó el depósito que, a nombre de su perro Barretina, tenía Pep Guardiola en las Islas Caimán. Casualidad o diabólica venganza, ese fué el golpe que le llevó a creer en la divina providencia. Parece que, cuando uno ha cambiado de vida una vez, es mucho más fácil volver a hacerlo.

El atracador tumbado en una playa, posiblemente de las Islas Seychelles. El botín de su último atraco está bajo la toalla. Nótese su expresión, sin sombra de remordimiento.

Leonel Messi ingresó como fraile en el monasterio griego del Monte Athos. Fué allí donde le alcanzó un comando de sicarios pagados a medias por el Gobierno de España, Bancaixa y la Fundación del Futbol Club Barcelona. La acción justiciera fué retransmitida por las cadenas de televisión de todo el mundo: el conseller de Interior catalán, Felipe Puig, cedió gustoso a un mercenario un gorro dotado de cámara de video.

Se cerraba así un círculo casi metafísico.

Leonel Messi en su época de fraile. Poco antes de su muerte desarrolló un amor franciscano por los grandes árboles que crecen en el jardín del monasterio.